Mucha gente supone equivocadamente que un Dios misericordioso no sería capaz de enviar a nadie al infierno debido a que esto estaría en contra de su naturaleza. Además, ¿cómo podría Dios castigar a alguien de una forma tan terrible cuando Él mismo nos manda poner la otra mejilla, perdonar a quienes nos ofenden y amar a nuestros enemigos?

Pero esta es una suposición equivocada ya que Él es un Dios justo y, por mucho que nos ame, no puede ir en contra de la Justicia. Quienes vayan al infierno, no irán porque Dios no los ame, sino porque es lo justo: es lo que corresponde como castigo a sus perversos actos.

Los mandamientos de Dios son claros y, aunque nunca los hubiésemos leído, los tenemos grabados en nuestro corazón. Y aún cuando la corrupta justicia humana puede dejar a los culpables sin castigo, no así la de Dios. ¿Y qué castigo le corresponde a un homicida? ¿A un ladrón? ¿A un mentiroso? ¿A un adúltero?

La gente no va a ir al infierno porque Dios no los ame: va a ir porque ello es un acto de Justicia.

Jesús predicó mucho más acerca del infierno que del Reino de Dios. En todas sus enseñanzas se lo oye hablar del infierno y el castigo eterno una y otra vez, y su venida al mundo tiene mucho más que ver con nuestro rescate de lo que a veces suponemos. Muchos entienden que Jesús vino a dar un mensaje de paz, bendiciones y amor, pero, en realidad, vino a cumplir con la principal de las promesas de Dios: vino a rescatarnos del infierno.

Si Dios pudiera hacer la vista gorda ante el pecado, no hubiese sido necesario el sacrificio de Jesús en la cruz. Porque es ese sacrificio lo único que nos salva. Nadie puede alcanzar la perfección y cumplir sin equivocaciones las leyes de Dios. Y ante sus ojos, todos deberíamos ir al infierno ya que todos fallamos, todos pecamos, todos hemos ido en contra de su Ley.

Ahora bien, Jesús no sólo murió por nosotros, sino que también descendió al infierno a causa de nosotros. Él cargó con toda la culpa y el peso de nuestra maldad, aún cuando en su vida terrenal fue absolutamente perfecto y nunca pecó. Luego de ser humillado, torturado y asesinado de la manera más vil, resucitó de entre los muertos, venciendo a la muerte y, desde entonces, quienes creen en Él haciéndolo el Señor de sus vidas son acreedores a la vida eterna y, ante los ojos de Dios, ya no tienen sobre sí las marcas de sus pecados ni están sujetos al castigo eterno. Jesús ya pagó el castigo por nosotros y Dios aceptó su sacrificio en lugar nuestro.

No creamos, entonces, que Dios carece de misericordia, compasión y benevolencia. La Biblia dice que Dios es amor. Y la prueba de ello es el haber dado a su único hijo, y a sí mismo, en rescate por todos nosotros.

«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.» – 1 Juan 4:9